La enseñanza tradicional de la Iglesia había colocado la pena de muerte dentro de la reflexión sobre la legítima defensa, como excepción al “no matarás”. La seguridad de las personas exigía colocar al agresor en situación de no poder causar daño. Esto llevaba a reconocer el derecho y deber de la autoridad legítima a aplicar penas proporcionadas sin excluir, en casos de extrema gravedad, la pena de muerte. La pena de muerte estaba justificada por la necesidad de garantizar la seguridad de las personas. Esta enseñanza quedó recogida en el año 1992 en el Catecismo de la Iglesia en los números 2266 y 2267.
El nº 2267 fue modificado por Juan Pablo II, en el año 1995, a raíz de la publicación de Evangelium Vitae. Juan Pablo II consideraba que el Estado puede garantizar la seguridad de las personas por otros medios, y que el argumento que justificaba la doctrina tradicional era una excepción muy rara. El Papa Juan Pablo II excluía de facto la necesidad de la pena de muerte, solo admisible en casos muy excepcionales.
El pasado 1 de agosto el Papa Francisco firmaba el Rescripto por el que se aprobaba una nueva modificación del nº. 2267. El Papa entiende que, en la actualidad, no existe ninguna excepción que justifique la pena de muerte porque todos los estados tienen sistemas de detención eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos.
Esta nueva formulación no entra en contradicción con las enseñanzas anteriores del Magisterio. La reflexión sobre la “legítima defensa”, en la que entraba la pena de muerte, descansa sobre una serie de condiciones específicas: por ej. que no exista otro medio para limitar los efectos del agresor injusto. Cuando existen otros medios, como la prisión, la pena de muerte no puede justificarse como legítima defensa de la sociedad frente al agresor injusto. La novedad del texto del Papa Francisco está en insistir que la dignidad de la persona humana no se pierde, ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves, y que es en razón de la defensa de la inviolabilidad de la vida y de la dignidad humana por lo que la pena de muerte es inadmisible a la luz del Evangelio.