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Los niños no dicen «gracias»

«Ahora muchos niños nunca dan las gracias», comentaba un maestro que ha dedicado toda su vida a la enseñanza. «Piensan que tienen derecho a todo, y por tanto que no hay motivo para agradecer nada».

¿Acaso alguien les enseña que no las den? Ningún padre dice eso a sus hijos, sin embargo los niños lo aprenden de la cultura en la que se van desarrollando.

Se trata de una cultura que defiende una visión de las libertades individuales que aparecen desligadas de la responsabilidad ante los demás. A lo sumo, se respetan las leyes y reglamentos con los que la autoridad intenta regular las relaciones humanas. Pero está lejana la consideración de la solidaridad que une a todos los hombres, y que nos hace responsables a cada uno de la vida de los demás.

Se transmite que los hombres somos como torres individuales que debemos estar bien abastecidos y bien defendidos, para realizar todas nuestras posibilidades, pero torres aisladas al fin y al cabo. Con este planteamiento es difí­cil construir una cultura de la vida.

Me contaba un padre de varios niños pequeños, que habí­a ido a un centro comercial. A sus hijos se les iban los ojos tras los juegos que ofrecí­an las tiendas. El mayor le dijo: «papá, quiero ese juego». Él le contestó: «no puede ser porque no tenemos dinero». El niño sorprendido añadió: «pues muchos niños de mi clase lo tienen». «Si -concluyó el padre-, pero tú tienes hermanos», y el niño se quedó tan contento.

Desarrollar una cultura de la vida, implica dar valor a las vidas concretas que podemos poner en la existencia, y a las personas que encontramos a nuestro alrededor.

Desgraciadamente el descenso de la tasa de fertilidad en el que estamos cayendo, hasta el extremo de perder población, no es solamente un riesgo para las pensiones, o para el mantenimiento de la economí­a.

Tampoco es un resultado necesario del conocimiento de los ciclos de fertilidad de la mujer, o, en otros casos, de la difusión de los anticonceptivos.

Es el deterioro de la cultura de la vida. Ciertamente podemos hablar de una mayor libertad respecto a la procreación, y eso es bueno.

Pero esta libertad se ha dirigido frecuentemente a desligarse de la capacidad y de la responsabilidad de trasmitir la vida. Se ha perdido de vista el valor humano que tiene el hecho de tener y educar uno hijos. Como consecuencia se ha producido un cambio en el modo de mirar al ser humano y de valorar a las personas. En muchos casos hemos pasado de juzgar la vida como algo que vale la pena, a mirarla bajo la perspectiva de la satisfacción que a mí­ me produce. Este cambio de perspectiva facilita desentenderse de los demás, e incluso desearlos o ignorarlos según el interés propio.

Estos dí­as pasados hemos asistido a manifestaciones de alegrí­a y de victoria por parte de polí­ticos y de diversos grupos sociales, porque ha entrado en vigor una ley que facilita la práctica del aborto. Entiendo que para los que lo defendí­an haya sido un triunfo legislativo.

Pero, ¿no deberí­a darnos a todos mayor alegrí­a una ley de maternidad? Es decir una ley que diese facilidades reales y medios adecuados para que las mujeres embarazadas puedan fácilmente llevar a término su embarazo. No digo que no puedan abortar, sino que las que deciden ser madres, sean consideradas como bienhechoras de la sociedad, porque realmente lo son, y por tanto que la sociedad se sintiese en la obligación de ayudarles.

Una cultura de la vida sólo puede crecer cuando se está dispuesto a hacer un esfuerzo por ayudar a los demás concretos que nos rodean para que todos puedan alcanzar su fin. La fijación en la satisfacción de los deseos personales, lleva necesariamente a mirar a los otros como contrincantes. Esta crispación que puede resultar atrayente cuando somos nosotros los que triunfamos, no deja de ser una manifestación más del crecimiento de la cultura de la muerte.

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