A nivel lingüístico, según la Real Academia Española, la soledad es:
1) La carencia voluntaria o involuntaria de compañía;
2) Lugar desierto, o tierra no habitada
3) Pesar y melancolía que se sienten por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o de
algo.
De las tres acepciones del término, la última pone el acento en el pesar y la melancolía que acompañan indefectiblemente a la soledad, y que han sido los grandes protagonistas de los últimos tiempos.
También cabe destacar el adjetivo “voluntaria o involuntaria” de la segunda acepción para comprender que la soledad puede ser una opción de vida elegida, e incluso disfrutada. Pero, en caso de no serlo, su consecuencia inmediata es la melancolía, la depresión y el hastío vital.
A nivel filosófico, la soledad enfrenta a las personas a ellos mismos y al autoconomiento, al que invitaba el antiguo dictum del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Esta máxima acompañó e inspiró la filosofía socrática, que consideraba la soledad una conditio sine qua non para formularse preguntas, para poner en duda las convicciones y para, en último término, acceder al conocimiento.
A nivel literario, Albert Camus puso la soledad en el centro de sus obras, recordando que era aquel rincón de cada corazón que nadie puede alcanzar. En la literatura española, Juan José Millás le dio el papel protagonista de su novela La soledad era esto.
No obstante, la soledad también tiene una dimensión social, ética, e incluso sanitaria. Como sentenció Aristóteles, el hombre es un animal social, dotado de razón y de lenguaje, obligado a relacionarse con sus congéneres para desarrollar sus capacidades.
Para Aristóteles, el hombre fuera de la sociedad era una bestia o un dios.
De hecho, para los griegos, el idiota (idiotes en griego) era aquel que no se ocupaba de los asuntos públicos, sino solo de sus intereses privados.
La sociedad actual ha dado un nuevo giro no ya lingüístico, sino antropológico y sanitario al término soledad. Las causas son diversas, pero, entre ellas, destacan:
- El envejecimiento de la población.
- Los nuevos modelos de familia.
- Los cambios de valores en la sociedad.
Si algo ha enseñado la pandemia del COVID-19 es que la soledad no es solo un síntoma de una sociedad individualista, aunque paradójicamente hiperconectada digitalmente, sino una nueva enfermedad con entidad propia y médicamente reconocida.
Así lo demuestra un reciente artículo del New England Journal of Medicine titulado “Social Isolation and Loneliness as Medical Issues”, en el que se destaca que incluso antes de la pandemia del COVID-19, ya existía una suerte de epidemia o más bien, de pandemia silenciosa de lo que denominan “aislamiento social y soledad (SIL)”.
Según una encuesta publicada en este artículo, en los últimos 20 años, en Estados Unidos se han ido desdibujando las conexiones sociales, a la par que aumentaba el aislamiento social. El confinamiento derivado del COVID-19 tan solo ha agravado un problema latente, al cual no se había prestado la suficiente atención. El artículo establece una conexión causal entre la soledad y un mayor riesgo de padecer enfermedades, tales como:
-Infartos o embolias;
-Ansiedad, depresión, demencia;
-Enfermedades infecciones, y muerte por sobredosis o suicidio.
Como ha advertido la Organización Mundial de la Salud (OMS), la soledad es un problema de salud pública, que, tras el aislamiento social de la pandemia, conducirá a mayores niveles de soledad, depresión, alcoholismo o conductas suicidas.
En España, según las estadísticas del año 2021, 4,8 millones de personas vivían solas, de las cuales el 43,6% eran mayores de 65 años. Estos datos demuestran que la edad es un factor determinante en la soledad, que no es elegida, sino impuesta por las circunstancias.
También da fe de ello la creación de un Ministerio de la Soledad en Gran Bretaña en el año 2018, y en Japón en el año 2021.
En el caso de Japón, este Ministerio de la Soledad está destinado a combatir los suicidios derivados de la soledad, el aislamiento y la ansiedad de la epidemia del COVID-19, que ya han superado a las muertes por el temido coronavirus.
El aislamiento social que precedió a la pandemia y que sigue presente actualmente, se convertirá dentro de poco en el mal más desolador del futuro inmediato. La falta de medios económicos y sanitarios, así como de vínculos sociales y familiares está condenando a miles de personas a una suerte de “Bioprecariedad asistencial” en forma de muerte lenta y solitaria para la que no hay tratamiento farmacológico.
La Bioprecariedad, en este caso, ya no se limitaría a la violencia sistémica ejercida por los elevados precios de los fármacos patentados, sino a la falta de acceso a vínculos humanos. Así pues, la Bioprecariedad tiene una dimensión social, ética y asistencial vinculada a la falta de cuidado, de atención sanitaria, y en último término, de compañía.
En este escenario, no resulta extraño que proliferen los suicidios, así como las peticiones de eutanasia y suicidio asistido derivadas de la falta de acompañamiento y diálogo, especialmente, en el caso de personas dependientes y vulnerables (en su mayoría, ancianos). El peso de la enfermedad y de la discapacidad unida al monólogo interno constituyen una ecuación de difícil solución, pero al que debe ponerse freno.
La soledad no es “buena compañera” en la toma de decisiones autónomas sobre la vida, en cualquiera de sus dimensiones. Los cuatro principios de la bioética principialista de Beauchamp y Childress se sustentan en:
- La autonomía entendida como la capacidad que tiene un “sujeto autónomo” de tomar decisiones sin coacciones internas (defecto psíquico o falta de conocimientos sobre la realidad sobre la que tiene que decidir) o externas (injerencias de otros).
- La acción autónoma tiene tres características básicas, que son la intencionalidad, el conocimiento y la ausencia de constricción. La soledad y sus efectos médicamente estudiados en el ser humano constituyen una coacción interna (depresión, ansiedad, estrés) y externa (falta de vínculos afectivos) que no permite tomar decisiones correctas, ni disponer de la autonomía necesaria para afrontar sus consecuencias.
La dignidad intrínseca de la que deben disfrutar todas las personas por el mero hecho de existir no puede ser vulnerada por una falta de “valor” o por una percepción distorsionada de la propia realidad. En palabras del doctor Martínez-Sellés:
“Todos tenemos la misma dignidad por muy discapacitado que sea un paciente o por muy avanzada que sea una enfermedad, esa persona siempre tendrá una dignidad máxima”.
La soledad es un mal espejo al que asomarse en los momentos más delicados de la vida, porque, si no es voluntaria, enfrenta al ser humano a sus más temidos demonios. La medicina, fármaco mediante, puede poner solución a algunos de ellos, pero solo el “cuidado” y el acompañamiento humano puede devolver a un ser humano a su condición de “animal social”.
Tal como apunta Victoria Camps, la perspectiva del cuidado centra el debate en la responsabilidad y en un deber ético que interpela como ciudadanos, y como personas. Para Camps, debería considerarse un nuevo “deber cívico” destinado a corregir las deficiencias de sociedades atomizadas, individualizadas y ajenas al sufrimiento humano.
Se creyó falsamente que la era del Internet de las Cosas uniría a las personas, aproximaría a los demás. La apuesta por la sociedad digital ha sido un intento fallido de conexión “humana”, dado que las redes sociales o el metaverso han creado universos privados, en los que las personas solo se relacionan de manera descuidada y superficial con aquellos que comparten sus mismas ideas. La cosmovisión que inunda esta era digital está formada por seres “digitales” desvinculados de los demás, que deambulan por un mundo yermo de contacto humano, lo que ahonda todavía más, si cabe, en la soledad subyacente de la sociedad digital. Como dice Byung-Chul Han, tan solo somo somos “sujetos de rendimiento” en una sociedad del cansancio, en la que el “sujeto moral” ha sido relegado a un segundo plano, y ha sido sustituido por un “sujeto de consumo” con una identidad digital.
La Bioprecariedad, por lo tanto, debe redefinirse y ampliarse, dado que ya no se trata únicamente de obtener un fármaco, quizás útil para mitigar los efectos de la soledad puntualmente (antidepresivos), o de conectar con las redes sociales o demás medios tecnológicos (Bioprecariedad digital).
Se trata de una “Bioprecariedad asistencial” definida por la falta de acceso a cuidados, en especial para los más vulnerables, frágiles y solitarios. No obstante, los “cuidados” tienen un coste sanitario elevado que el Estado de Bienestar no está dispuesto a asumir (cuidadores profesionales a domicilio, residencias privadas para ancianos, fármacos, productos ortopédicos, y un largo etcétera). Eso supone que la compañía y el cuidado se han privatizado, son un producto más del mercado, solo al alcance de aquellos que puedan pagar su precio, en ocasiones inasumible.
Ante la enfermedad emergente del siglo XXI, cabe esperar la respuesta de seres humanos que no sean “idiotas” en el sentido griego, es decir, que sean capaces de ocuparse de los asuntos públicos, con una amplia mirada ética, que ponga en el cuidado el acento de la cartera de servicios asistenciales públicos.
Esto podría concretarse, según Victoria Camps, en un nuevo principio ético:
“Todos tenemos derecho a ser cuidados y todos tenemos el deber de cuidar”.
Esta debería ser una de las máximas de lo que Adela Cortina denominó “ética mínima” y Diego Gracia “bioética mínima”, que consiste en lo mínimo, lo imprescindible, aquello que no puede faltar en un programa de ética.
La bioética se basa en tomar decisiones correctas y deliberadas sobre la vida. Para ello, son necesarios estos mínimos éticos que ayudan en la andadura por una sociedad cada vez más aislada y solitaria, en la que faltan objetivos vitales para vivirla y medios sanitarios para soportarla. Mientras llega ese cambio de paradigma ético, las palabras de Nietzsche cobran más sentido que nunca:
“Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo”.