Ya lo han hecho. Hasta ahora lo único que había era una ley, pero la semana pasada ya tuvo lugar la primera aplicación de la Ley de eutanasia de menores de Bélgica.
Sorprende que no se haya querido difundir de quién se trata y en qué condiciones se hallaba el niño en cuestión: si, tal como se pretende, se trata de una ley buena (como todas: están para tutelar el bien común en el bien de los ciudadanos, y seguir las leyes es un bien para la sociedad), entonces, ¿por qué no lo anuncian como un logro, más que esconderlo en el anonimato? El mismo director del Comité Federal de Control y Evaluación de la Eutanasia belga, el Dr. Wim Distelmans, decía a un periódico que “no hay que negar a los niños el derecho a una muerte digna”: es un derecho y por tanto, cuando se aplica, es (tiene que ser) algo bueno. Quizá toda la reserva es porque no está tan claro que la eliminación voluntaria y directa de seres humanos sea algo bueno, ni para quien lo hace ni para la sociedad como un todo.
Prueba de la falta de consenso en el este caso concreto es la protesta generalizada que levantó la promulgación de esa ley, ahora hace dos años, que ya fue comentada en este blog. Yo soy contrario a la eutanasia, también de adultos (no me parece una muerte digna), pero como esta cuestión ya ha sido ampliamente debatida, me limitaré a señalar algunas incoherencias que he observado en este caso.
Sujeto de derechos es una persona, y el objeto de ese derecho es algo que le pertenece, sea de modo natural (por el hecho de ser persona humana, como el derecho a moverse con libertad, la libertad de conciencia y de iniciativa… o el derecho a la vida), sea porque lo ha adquirido (el computador en el que estoy escribiendo me pertenece porque lo he comprado). A una persona le pueden “pertenecer por derecho” incluso aspectos, facetas o dimensiones de la vida de otras personas: puedo tener derecho a que otra persona me dedique 8 horas de su día por contrato laboral, los padres tienen derecho a educar a sus hijos, o a darles lo que consideran oportuno y negarles lo que creen que les dañará. Pero los derechos tienen límites, y uno esencial es que nunca puede pertenecer a una persona la totalidad de la vida de otra persona, su ser en cuanto persona: sería objetivarlo, verlo como objeto de posesión. Esto, entre otras cosas, es lo que infringe el llamado derecho al aborto. Y esto, tal como me dispongo a argumentar, también es lo que ocurre en el caso de la eutanasia de menores.
La ley de la eutanasia de menores en Bélgica incluye tres requisitos:
- el consentimiento de los padres o tutores legales,
- que el niño se encuentre en un estado terminal y con un sufrimiento insoportable,
- y que se pueda demostrar que tiene capacidad de tomar decisiones racionales.
Este último requisito es otra forma de referirse a lo que ha venido siendo la quintaesencia de la medicina contemporánea, o sea, la autonomía del paciente expresada en el consentimiento informado: la autoridad belga nos está como diciendo: “tranquilos, que no se eliminarán a niños que no estén de acuerdo con que demos fin a sus vidas”. ¿Y cómo lo hacemos? Fácil: preguntándoselo.
Bien, pregúntale a un niño pequeño si quiere ir al dentista a que le arregle la boca, a pesar de que le va a hacer daño, o si quiere ir a clase el primer día del colegio, a pesar de que no conocerá a nadie y tendrá que hacer los deberes a diario –todo con vistas a un bien superior, el de la salud y el de la educación–. Te dirá, invariablemente, que NO: un niño no quiere que le hagan daño, y huye de la posibilidad de pasarlo mal. Pregúntale a un niño si quiere entrar en una tienda de caramelos y llevárselos todos e, invariablemente, te dirá que SÍ y, si le dejas, simplemente lo hará. ¿A dónde quiero llegar? A que un niño no es capaz de darse cuenta de que ir al dentista que le hace daño o al colegio incómodo a aprender es un bien para él, o que empacharse de caramelos es un mal. El nivel de reflexión que exige la capacidad de decisión racional requerida por la ley belga es imposible encontrarla en un niño muy joven.
Es cierto que un niño puede decidir –o juzgar– en otros ámbitos: quizá habrá aprendido a hacer deporte y tomará las decisiones justas cuando juegue al balón, o llegará a una solución adecuada en un problema matemático. También es cierto que una cierta sensibilidad moral tiene, porque sabe que hay cosas que están bien y cosas que están mal, pero la capacidad de reflexión moral de un niño es muy limitada e incipiente: en general busca el bien inmediato y huye del mal inmediato, pero no es capaz de integrar el bien o el mal particulares en el bien de su vida vista como un todo. Y, fíjense, eso es precisamente aquello a lo que la ley belga aspira que un niño dé respuesta. Por eso, si le preguntamos si quiere “no sufrir más”, dirá siempre que sí. Si acompañamos esa pregunta con una “información veraz”, es decir, que lo que pretendemos es terminar con su vida, pero es una vida llena de sufrimiento, y que en cambio si la termina ya no lo pasará mal nunca más, su respuesta será, de nuevo, probablemente afirmativa. Pero seguramente respondería lo mismo si este diálogo se desarrollara en el contexto de una enfermedad terminal que en el de un tobillo roto (que también le hace sufrir «mucho»): ¿qué va a decir un niño asustado y que está sufriendo? Estamos ante una ficción: un niño pequeño no tiene el discurso racional y moral suficiente para darse cuenta del valor objetivo de los bienes que debe poner a cada lado de la balanza respecto al bien de su vida: sufrimiento y discapacidad por un lado (perceptibles inmediatamente aquí y ahora), dignidad y aportaciones de la vida humana por el otro (no perceptible sino mediante una cierta reflexión).
La consecuencia lógica de lo que he dicho anteriormente –y enlazando con el inicio de esta aportación– es que aquí, en realidad, el único juicio que importa ahora es el de terceras personas. El de los padres o tutores y el de los médicos. Ellos, recurriendo al sofisma del consentimiento informado (que en niños no tiene relevancia y se reduce a descartar su consentimiento), en el fondo se han arrogado aquel derecho del que hablábamos sobre un valor fundamental de la persona humana que nunca pertenece a otros: la vida, en su totalidad. Creo que el mismo hecho de pararse a decidir si se va a permitir a un niño seguir viviendo mientras haya posibilidades adecuadas a su situación o, en cambio, se le va a “proponer” ser privado de la vida, es una injusticia destructora de raíz del Estado de Derecho y literalmente irreparable. Estamos ante una arbitrariedad sin precedentes: personas que, al grito de “estamos siguiendo la ley”, ignoran el valor fundamental de la vida humana y sus derechos. El primero de ellos, el más protegido por todas las Declaraciones de los derechos humanos es su inviolabilidad absoluta. En cuanto a discriminación arbitraria, me atrevo a decir que nos encontramos muy cerca de lo que algunos autores no hace mucho trataban de justificar: el llamado “after-birth abortion”. Toda la comunidad científica y ética condenó este intento (un ejemplo se puede ver aquí).
Dicho sea de paso, los expertos en cuidados paliativos pediátricos aseguran que hay medios adecuados para controlar el dolor y la sintomatología de cualquier enfermedad terminal en niños, al tiempo que excluyen la eutanasia como alternativa a éstos.
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Pau Agulles Simóhttps://www.bioeticablog.com/author/agulles/
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Pau Agulles Simóhttps://www.bioeticablog.com/author/agulles/
Comments 1
Estoy de acuerdo contigo. Gracias por publicarlo, porque no se conoce esta realidad; no hubieron comentarios ni informaciones al respecto.
Me parece una forma «legal» de eliminar a alguien que es difícil de atender. Una aberración.