No es plato de buen gusto ver sustraído un derecho que el ordenamiento jurídico venía proporcionando hasta ese momento, cuando la norma no obligaba a nadie a hacer nada que no quisieran llevar a cabo. Resulta lógico, por tanto, el malestar que puede producir la abolición de un derecho como el del aborto en la cultura actual.
De ahí el impacto de la reciente sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos (Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, de 24.6.2022), en la que se declara que la Constitución de ese país no otorga el derecho al aborto, en contra de lo afirmado por ese mismo tribunal en la sentencia del caso Roe v. Wade (1973). La nueva sentencia constituye una autocrítica en toda regla a la doctrina de la propia institución tras medio siglo en el que se ha ido forjando un “derecho al aborto” en buena parte del mundo.
El camino recorrido por EE.UU desde la década de los sesenta, y que va de la legalización del aborto a la aceptación de un nuevo modelo de dignidad y sexualidad humanas, pasando por la admisión de nuevas formas de matrimonio –incluyendo el homosexual–, así como por la protección de un supuesto derecho de privacidad que impide –bajo la amenaza de sanción– la emisión de juicios de valor sobre la conducta sexual ajena, forma parte de la tradición cultural occidental de los últimos cincuenta años. Es evidente que lo acontecido en ese país ha afectado notablemente al resto del mundo, sobre todo al Continente americano, al ámbito anglosajón y a Europa. Además, las Conferencias Internacionales celebradas desde la década de los sesenta, y en particular las de la ONU de El Cairo (1994) y Beijing (1995), también ejercieron un notable influjo en los ordenamientos nacionales, tanto europeos como americanos.
El influjo norteamericano –tanto directo como indirecto (a través de la ONU)– en Europa y América han contribuido a que el “derecho al aborto” fuera calando en la cultura occidental. Algunos países –España, entre ellos– han aprobado leyes que permiten y financian la realización de abortos –sin limitación alguna– hasta un notable número de semanas de embarazo. Esto ha contribuido a cambiar la percepción social del aborto, que ha pasado de verse como algo “despenalizado” en algunos supuestos (y en consecuencia, reprobable moralmente), a algo a lo que se tiene derecho (y, en consecuencia, como algo positivo y digno de ser deseado, exigido y realizado).
La reciente sentencia del caso Dobbs v. Jackson supone un golpe contra esa construcción que se ha venido haciendo de un presunto derecho al aborto. Más en concreto, la Corte Suprema de Estados Unidos rompe el blindaje constitucional al aborto (negando la existencia de un “derecho constitucional” al aborto) y devuelve al Poder Legislativo de los estados la facultad de regular este tema como le parezca. De ahí la afirmación recogida en la sentencia redactada por el juez Alito: “La Constitución no hace ninguna referencia al aborto, y ningún derecho de este tipo está protegido implícitamente por ninguna disposición constitucional”. Y añade: “Es hora de hacer caso a la norma fundamental y devolver el tema a los representantes elegidos por el pueblo”.
En efecto, la sentencia del caso Roe v. Wade se apoyó –según argumenta la del caso Dobbs v. Jackson– en una interpretación peculiar y forzada de la 14ª Enmienda de la Constitución norteamericana, según la cual se extendía la protección de la “privacidad” al cuerpo de la mujer y, en consecuencia, ese derecho a su “privacidad” debía de prevalecer sobre la protección del “nasciturus”.
En base a esa interpretación extensiva del derecho a la “privacidad” –y siguiendo el planteamiento de la sentencia del caso Roe v. Wade–, correspondía a la mujer el derecho a decidir por sí misma “si llevar o no llevar a término su embarazo”, considerando al “nasciturus” como parte de su “privacidad” –o propiedad privativa– sobre la cual nadie, tampoco el Estado, podía inmiscuirse. Además, Roe v. Wade también se apoyó en otro argumento que los avances científicos han desmentido:
El de negar al embrión la condición de persona por carecer de individualidad y por tener una gran dependencia de la madre. Desde esta lógica, Roe v. Wade declaró que el aborto era constitucional hasta que el niño fuera viable
En consecuencia, con esta interpretación Roe v. Wade sustrajo a los Poderes Legislativos de los estados, es decir, “a los representantes elegidos por el pueblo”, la facultad de limitar o penalizar el aborto. En resumen, una interpretación extensiva del derecho a la “privacidad” de una mayoría de los nueve magistrados del Alto Tribunal norteamericano ha venido impidiendo que los estados puedan regular el aborto conforme a la opinión mayoritaria de los ciudadanos de cada estado.
En mi opinión, la reciente sentencia del caso Dobbs v. Jackson contiene tres aspectos sumamente positivos, dos generales y uno particular sobre el aborto.
– En primer lugar, esta sentencia constituye un triunfo de la Democracia, del Estado de Derecho y de la separación de poderes bajo la supremacía de la Constitución, cerrando el paso a un activismo judicial que ha llevado a que unos pocos jueces puedan, mediante interpretaciones venturosas o poco rigurosas, erigirse en Poder constituyente y sustraer al poder legislativo la facultad de aprobar leyes conforme a las mayorías parlamentarias. Los jueces están para interpretar y aplicar el Derecho, no para crearlo.
– En segundo lugar, es positivo que la Corte Suprema haya tenido la valentía –particularmente en ese caso, tan mediatizado– de rectificar y hacer autocrítica. “Errare humanum est”, decían los clásicos. Una persona, una institución –civil o religiosa– o una sociedad, incapaz de reconocer que se ha equivocado, que ha cometido un error, se ancla en el dogmatismo y se hace impermeable al progreso, por mucho que se ufane en su supuesta progresía.
– En tercer lugar, aunque esta sentencia se limite a declarar que no existe un derecho constitucional al aborto y devuelva al Poder Legislativo de los estados su libre regulación, se abre un nuevo periodo en el que la sociedad occidental tiene la oportunidad de reflexionar y debatir en serio sobre el valor de la vida humana, de todo ser humano, desde el más capaz hasta el más vulnerable y dependiente.
Reflexionar sobre el valor del “nasciturus” desde la perspectiva exclusiva de la mujer embarazada, de su autonomía sobre su cuerpo, como si el “nasciturus” fuera una mera parte del mismo y, en consecuencia, con la facultad de ejercer sobre él un dominio pleno, plantea graves incoherencias e inconvenientes. Hacer depender el valor de una vida humana y su protección de la decisión de una persona, cuando en realidad cualquier vida humana es un bien para toda la sociedad, carece sentido. La sociedad y el Estado deberían de intervenir para proteger toda vida, apoyando a la mujer, y, al mismo tiempo, permitiéndole desentenderse de ella, si ese fuera su deseo.
A la sociedad corresponde reflexionar y rectificar el rumbo del último medio siglo con respecto al aborto. De lo contrario, la historia juzgará con más crudeza la insolidaridad y falta de humanidad que la demostrada por quienes, en el siglo XIX, veían la esclavitud como lo más normal del mundo. No en vano existen ciertos paralelismos de planteamiento –con las limitaciones propias de toda comparación– entre la esclavitud y el aborto: ambos –el esclavo y el no nacido– son propiedad de otra persona que tiene y ejerce pleno dominio sobre ellos: mientras el propietario goza de libertad de disposición sobre su propiedad, la mujer goza de la misma sobre su cuerpo (y, por extensión, sobre el nasciturus); ambos son biológicamente humanos, pero no tienen la consideración legal de “personas”, el esclavo por no haber sido liberado y el nasciturus por no haber nacido; mientras al esclavo no se le reconoce ningún derecho hasta que obtenga la personalidad jurídica merced a su liberación, al nasciturus tampoco se le protege hasta cumplir varias semanas en el seno materno o, de un modo indiscutible, con su nacimiento. Por otra parte, al igual que a nadie se le obliga a tener un esclavo y, en consecuencia, no cabría inmiscuirse en las decisiones ajenas, tampoco a nadie se le obliga a abortar, con lo que resultaría improcedente inmiscuirse en la esfera privativa de los demás, tratando de imponerles la propia moralidad.
La abolición de la esclavitud fue un hito histórico para el progreso de la humanidad, y su existencia resulta difícil de entender a la sociedad actual, pese a que hoy sigan dándose, en muchas partes del mundo, otras prácticas análogas, siempre caracterizadas por “el estado o condición de un individuo sobre el cual se ejercitan los atributos del derecho de propiedad o algunos de ellos” (Convención sobre la Esclavitud, Sociedad de las Naciones, 25 de septiembre de 1926, art. 1, párr. 1). Todas las convenciones relativas a la abolición de la esclavitud y prácticas análogas a la misma se refieren a un tema común, el concepto de propiedad, que ha estado también en la base argumentativa y justificadora del derecho al aborto. La sentencia Dobbs v. Jackson es el primer paso hacia la abolición del aborto, que debería llegar no por la fuerza del Derecho, sino por el imperio –o la auctoritas– de una razón transida de humanidad, después una reflexión y un debate social sosegado (“Non ratione imperii, sed imperio rationis”). De ese modo, las generaciones que precedan emitirán quizá un juicio algo más benévolo sobre el aborto que el nuestro sobre la esclavitud. Afirmó el Dr. Nathanson que “[l]a humanidad hoy se arrepiente de la esclavitud de ayer, y pronto se avergonzará del crimen del aborto…”. Con la sentencia Dobbs v. Jackson, ese momento parece más cercano.