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Caso Hannah: algunos interrogantes

Hannah Jones es una chica británica de 13 años que ha renunciado a una operación de trasplante de corazón necesaria para no morir. En diciembre de 1999 se le diagnosticó leucemia, y el tratamiento contra ese cáncer, que ahora está en remisión, ha dañado su corazón, hasta el punto de necesitar ese trasplante porque el actual lo tiene muy debilitado.Se trata de una operación de muy alto riesgo. Además hay que tener en cuenta que la medicación, que deberí­a tomar durante años como todo trasplantado, podrí­a reactivar la leucemia que ahora está aletargada.

También podrí­a ocurrir que con este tratamiento consiguiese llegar a vivir con normalidad. Los médicos se han mostrado partidarios en todo momento de seguir con las terapias previstas, aunque aceptan la decisión de la menor y sus padres de suspenderla.

La medicina no es un arte de blanco o negro, sino que las decisiones a tomar dependen de las posibilidades sanitarias, de las caracterí­sticas de los pacientes, y de la libre voluntad de unos y otros. Una exigencia de prudencia es conocer bien los datos de los casos de los que se trata, tanto técnicos como personales. En nuestro caso, resulta prácticamente imposible ponerse en la piel de esa chica, o en la de sus padres, por la carga emotiva de los hechos por los que han tenido que pasar, y que todaví­a no se han resuelto. Pero si podemos analizar los valores éticos en juego.
Lo primero es afirmar rotundamente que no se trata ni de suicidio, ni de eutanasia. Estas dos prácticas suponen la decisión de acabar con la propia vida, o con la de otros. Hannah, por el contrario, no quiere morir. Tampoco quiere que le apliquen terapias de resultados inciertos, y muy agresivas. Estamos ante un caso de disposición sobre el propio cuerpo en una disyuntiva de caminos a seguir. No se elige entre vivir y morir, sino entre no tratarse y tratarse con gran sufrimiento y con resultado muy incierto.
El sentir común es que no tiene obligación moral de acudir al trasplante. También que serí­a igualmente moral que lo aceptara como los médicos le han recomendado. Cada persona debe ver qué es el bien práctico para ella.

Lo peculiar de este caso es que la limitación de las terapias la decide una menor. Aunque en España no se ha dado una situación de este tipo, la Ley de Autonomí­a del Paciente determina que en menores de 12 años, la decisión la toman sus padres, en los mayores de 16 ellos mismos, y entre esas edades los padres y los facultativos deben consultar al menor. En este último caso se habla del «menor maduro»-.

Así­ dicho parece fácil resolver estas situaciones pero la realidad humana es mucho más rica y exige tener en cuenta cada situación concreta. Puestos a poner dificultades a la aplicación de la ley, qué pasarí­a si el menor maduro y sus padres no coincidiesen en su disposición. O si el menor y sus padres están muy seguros, pero los médicos están seguros de lo contrario -caso de los testigos de Jehová-. Acudir a los tribunales, en los casos de desacuerdo, para que un juez dictamine qué opinión debe prevalecer, no parece que sea del todo satisfactorio para las partes implicadas, aunque evite denuncias entre los que intervienen en el caso.

Este problema de la decisión sobre la madurez de una persona, y la responsabilidad sobre sus actos, cada dí­a se hace más presente en nuestra sociedad. Por citar otras casos, están las menores que deciden abortar, o que exigen la pí­ldora del dí­a después; los mayores que quieren que sea legal la pederastia si el menor consiente con esos actos; la impunidad con que menores utilizan la violencia contra otros menores, o contra bienes materiales. Por otra parte no se les deja participar en la vida polí­tica, ni siquiera votar.

Pretender solucionar estos casos tan sólo con leyes y reglamentos, no parece que este conduciendo a buen puerto. De hecho tenemos leyes que son o muy permisivas o muy restrictivas, lo cual pone de manifiesto una cierta desorientación respecto a cómo plasmar en la vida social lo que llamamos valores. No sabemos muy bien por qué se permiten unos comportamientos o se prohí­ben otros, y con frecuencia nos manejamos con tópicos.

Pienso que la sociedad debe promover más debates sobre temas que no son económicos pero que son más importantes para la misma vida social. Las relaciones entre libertad y autoridad, la responsabilidad ética sobre los propios actos, tolerancia y verdad, los fundamentos de la democracia, y otros tantos, son temas que han dejado de estar claros en nuestra cultura. Aceptarlos de modo formal, pero sin contenido, está provocando incomprensiones mutuas, agresividad cuando surge alguna discrepancia, prepotencia en los que alcanzan el poder, y, en definitiva, una sociedad que no es la que todos queremos.

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