sábado, 8 de febrero de 2025

Acerca de la buena muerte

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El final de la vida es una de las cuestiones más importantes a las que debe enfrentarse el ser humano. El único hecho cierto desde el inicio de la vida es que tiene final. El temor que acecha siempre en saber cómo, cuándo, por qué motivo, y por encima de todo, si se sufrirá en el proceso.

Precisamente, el dolor es el elemento que está en el centro del debate sobre la eutanasia y su legalización. Ciertamente, existen casos de extrema gravedad en los que es necesaria la intervención médica para aliviar de manera definitiva el sufrimiento. Esas circunstancias no se ponen en cuestión en el presente artículo.

No obstante, los problemas relacionados con la muerte implican problemas éticos cada vez mayores, que no son de fácil resolución. Tal como dice Diego Gracia, el final de la vida se entiende cada vez como un periodo más amplio de la vida de las personas, que plantea cuestiones tales como:

El suicidio por voluntad propia era en la Antigüedad Griega una manera digna de poner fin al sufrimiento ante el deterioro físico y la enfermedad. Varios filósofos tomaron esta decisión lúcida y sosegada, como fue el caso de Sócrates que eligió la muerte antes que renegar de sus ideas. Por ello, los estoicos denominaron a este tipo de muerte “euthanasía”, es decir, buena muerte, por analogía con “eudaimonía” que significa “buena vida, felicidad”.

No obstante, ya no es posible vincular la “euthanasía” a esa decisión autónoma y reflexionada, a esa “buena muerte”, dado que la eutanasia “moderna” es un acto médico vinculado con la intención directa de poner fin a la vida del paciente.

En la actualidad, el propio término “eutanasia” se ha banalizado lingüísticamente por el uso y “abuso” que de él se hace en medios de comunicación, redes sociales y prensa escrita. Esta banalización ha llegado a su paroxismo en el caso de la marca de ropa canadiense Maison Simons que ha utilizado a una mujer (Jennyfer), que falleció mediante eutanasia el pasado mes de octubre, como modelo para anunciar sus prendas, y de paso, promover la eutanasia.

El anuncio comienza en una habitación de hospital vacía y la voz en off de Jennyfer que dice:

«Morir en un hospital no es lo natural, eso no es lo suave. En este tipo de momentos necesitas suavidad».

En la siguiente escena la marea arrastra la habitación dentro del mar y aparece una frase:

La salida más bonita”.

La gravedad del tema no se fundamenta solo en el uso y comercialización del dolor y el sufrimiento humanos para vender ropa, sino en otras dos cuestiones:

  1. La inmoralidad de utilizar la eutanasia con fines publicitarios, no solo para comercializar una marca de ropa, sino para “blanquear” el drama que supone la petición de eutanasia por parte de la persona que aparece en el anuncio, que tan solo tenía 37 años.
  2. La inmoralidad de vincular la muerte de un ser humano con un producto físico, como es la ropa, consigue convertirla en un producto más del mercado, en algo que podemos “pedir”, “comprar”, “solicitar” y “gestionar” con la máxima facilidad.

Se trata de una manera de introducir el concepto de eutanasia en las mentes, como cualquier otro producto, mediante estrategias de mercadotecnia que fomentan mensajes blancos y felices sobre un proceso doloroso. Esto sitúa a las personas en una distopía de difícil solución, en la que, en un futuro, quizás incluso se podrá solicitar día y hora de la muerte por Amazon y se anunciará en Twitter o en Instagram, como otra noticia más, otro “post” para los seguidores.

En su obra Un mundo feliz, el escritor Aldous Huxley prevenía el pasado siglo contra una sociedad distópica, en la que se manejaban las emociones con drogas (soma) y la humanidad se ordenaba por castas en un engranaje social donde la perfección era el objetivo último. Parece que Huxley atisbó con acierto lo que el futuro deparaba, que no es más que la comercialización de la vida, la banalización de la muerte y la obsolescencia del ser humano “imperfecto y doliente”. 

El proceso de desvalorización de la propia vida ha sido progresivo, pero constante en los últimos tiempos. Prueba de ello es el goteo incesante de noticias sobre las clínicas dedicadas al suicidio asistido en Suiza, donde los propios médicos han dado la voz de alarma por la gran cantidad de suicidios que no responden a un sufrimiento insoportable. Suiza se ha convertido en un “paraíso de la muerte”, en un negocio, que atrae a miles de “turistas” sanitarios.

Por otra parte, el anuncio de Maisons Simons conecta directamente con las políticas canadienses referentes a la ley de la eutanasia de 2016 (MAID, por sus siglas en inglés) que ha permitido extenderla a discapacitados y a enfermos mentales. En concreto, a las personas con un sufrimiento psicológico o físico intolerable o intratable. Los profesionales de la salud mental canadienses se opusieron sin éxito a esta inclusión de los trastornos psiquiátricos en la eutanasia.

Con este tipo de medidas, realmente lo que se está “eutanasiando” y, por lo tanto, erradicando, es el dolor y el sufrimiento, es decir, la esencia del ser humano. Es posible suponer que algunas personas en estados especialmente graves de depresión no disponen de la autonomía necesaria para tomar una decisión de este calado. Es probable que cambiaran de idea con el tratamiento y la atención suficientes. Sin embargo, las listas de espera para obtener atención psiquiátrica y psicológica públicas ahondan en el sufrimiento de los pacientes, que no ven otra salida más allá de la muerte.

De manera que la pregunta es obvia:

¿Cómo se puede conceder una petición de eutanasia a una persona que no tiene capacidad de decisión, que está en un momento de crisis?

¿Quién tomará esa decisión: el médico, la familia, el propio Estado actuará “de oficio”?

¿A dónde nos conduce esta peligrosa “pendiente resbaladiza”? 

Una de las respuesta es posible encontrarla precisamente en Canadá, donde este mismo año dos mujeres sin hogar pidieron poner fin a su vida mediante la eutanasia por la imposibilidad “económica” de llevar una vida digna. En febrero de 2022, a una de ellas, llamada Sophia, se le concedió la muerte asistida después de que su estado crónico de salud fuera insoportable y su pensión de discapacidad (1169 dólares/mes) le fuera totalmente insuficiente para subsistir.

Sophía padecía Sensibilidad Química Múltiple, una afección que provoca intolerancia a productos químicos comunes (humo, detergente, etc.) y produce dolores de cabeza, náuseas e inclusos shocks anafilácticos.  En ambos casos, estas mujeres habían solicitado una vivienda especial para poder aliviar sus síntomas, ya que no podían trabajar, ni disponían de más recursos económicos. El segundo caso está todavía pendiente de decisión, pero se trata de una mujer en las mismas circunstancias que Sophía.  

Ante la negativa del Gobierno de ofrecerle una vivienda adecuada para su problema, Sophía prefirió morir. Pero antes, escribió en sus redes sociales El Gobierno me ve como basura prescindible, quejosa, inútil y un dolor de cabeza. Su percepción es tan grave como certera, y nos remite a la definición que dio Hannah Arendt de la pobreza: “un estado constante de indigencia y miseria extrema, cuya ignominia consiste en su poder deshumanizante”.

Este tipo de situaciones demuestran que muchas muertes asistidas no solo son evitables, sino que deben serlo.

El deseo de vivir y de preservar la vida forman parte del instinto de conservación de cualquier ser vivo. Solo una vida que ha sucumbido al poder deshumanizante de la pobreza, y que está condenada a la precariedad, la soledad y la incomprensión puede explicar la muerte de una persona con una enfermedad tratable como la Sensibilidad Química Múltiple.

El fallecimiento de Sophía no encaja con la imagen romántica del anuncio de ropa, sino con una situación de extrema desesperación y abandono por parte de la sociedad en su conjunto. Una vivienda inadecuada y pocos recursos económicos no forman parte de las condiciones necesarias para solicitar la muerte asistida, ya que la pobreza no es una enfermedad, sino un “síntoma” de injusticia, determinante social de la salud y, por extensión, “un determinante social de la muerte asistida”.

La situación de Canadá es especialmente grave, dado que muestra la peor cara de la biopolítica, es decir, del control de la vida de las poblaciones por parte del Estado. Tal como decía Michel Foucault, la biopolítica se basa en el hecho de que “el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir ha sido reemplazado por el poder de hacer vivir o de arrojar a la muerte”.

Efectivamente, la historia de estas dos mujeres recalca ese poder de arrojar a la muerte a alguien no por su sufrimiento físico, sino por su incapacidad económica para solventarlo. La parte más dañada son, como siempre, las personas vulnerables, ya sea por su condición física, psíquica o económica. Todos ellas tienen algo en común: parecen haber sido abandonadas a su suerte por ser una carga

Por ese motivo, es necesario reforzar los sistemas de salud, dotar de más recursos a los servicios sociales y, por supuesto, fomentar un cambio de paradigma ético en la sociedad basado en virtudes como la solidaridad, la justicia o la empatía. 

Todos aquellos que definen la eutanasia como un “homicidio por compasión” para aliviar el sufrimiento deben tener en cuenta que un pequeño traspié en la vida puede colocar en el lugar de Sophía a cualquiera, dejando a las personas desnudas física y moralmente en una sociedad liberal, donde no solo priman la libertad y la autonomía, sino el individualismo y la competitividad. 

La (bio)ética tiene que ser el revulsivo en estas circunstancias de extrema vulnerabilidad. Se tiene la obligación de valorar como inmoral el acto de robarle la vida a alguien por su condición económica, por no ser un “producto competitivo” en el mercado de la vida. La pendiente más que resbaladiza en la que se sustenta la ley canadiense de muerte asistida nos invita a reflexionar sobre el valor de la buena vida y, sobre todo, de la buena muerte (euthanasía).

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