La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha sufrido un aborto espontáneo que ha necesitado una posterior intervención quirúrgica, cuando se encontraba embarazada de ocho semanas.
La comunidad ha emitido un comunicado, y ella misma, cuando se ha repuesto, ha declarado: «Creo que hay muchas personas que han pasado por lo mismo y han estado silenciadas, no han tenido la oportunidad que he tenido yo de expresarlo (…) Por todos ellos, por los que no nacen, por los que han nacido, por los que están en camino, por los niños, por las familias, por los mayores… que son las personas que más me han demostrado que tienen en su cabeza, en su preocupación, el futuro».
Los líderes de las diversas formaciones políticas de esa región le han manifestado públicamente su cercanía en esos momentos de dolor. Cercanía por el dolor de la pérdida del hijo que estaba esperando con tanta ilusión.
Tan sólo algunas personas, sorprendentemente le han recriminado que lo haya hecho público, afirmando que el aborto debe mantenerse siempre en silencio.
Lo que me sorprende de este caso es que las mismas personas que se le han acercado para compartir el dolor, se habrían acercado para felicitarle si el niño hubiese muerto por aborto provocado y no por las circunstancias de la gestación.
¿Da pena que un niño muera por la acción de la naturaleza y es motivo de alegría cuando muere por la acción directa de otros seres humanos?
Soy consciente de los diversos tópicos «mi cuerpo es mío y con él hago lo que quiero», «el aborto es un derecho de la mujer», «nadie puede obligar a una mujer a tener un hijo. Pero quizá tenemos que alzar la voz más fuerte: «el Rey está desnudo», «abortar voluntariamente es matar a un ser humano«.
Francisco José Ramiro
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